domingo, 18 de septiembre de 2022

14 LA GUERRA CONTRA LOS HUMANOS: Las 2 teologías de la vida

 



Colaboración de Hans Rothgiesser.

 

18,3 billones de años después del inicio del universo…

 

Retumbaban sordas explosiones en la distancia. Ecos sordos de la guerra que parió al universo. Phratede acompaño a Padre un breve tramo hasta la plataforma, cogió del codo a Padre y con la otra mano y mirándolo fijo le entregó el informe en papel barato de estadísticos. Padre leyó el breve relato técnico escrito a máquina sobre un papel amarillento conmoviéndose hasta ponerse muy rojo. Phratede lo miró íntimo y le dijo con su grave voz militar:

—Al parecer los censistas encontraron un semi-clon tuyo, tomaron muestras de ADN de las poblaciones de las colonias del norte mientras buscaban heréticos infiltrados, no se halló ninguno, todos tenían algún vínculo genético con nosotros los humanos ortodoxos. Pero un niño estaba vinculado genéticamente contigo, y hay una pista de su ubicación en una colonia remota. La mitad de sus genes son tuyos, no hay dudas —concluyó Phratede, es ahora de algún modo también mi hijo.

—Iré a buscarlo tan pronto termine esa reunión y la misión que seguro me encomendarán —dijo Padre. Y apretó el musculoso hombro del viejo Phratede con el afecto contenido de los militares y se acercó a su cara con afecto. Phratede se concentró en ese calor masculino presintiendo que era el último. Desde su inexperta juventud habían guerreado y envejecido juntos. 

—Ahora debo dejarte —dijo Phratede dejando a su eromenos solo con su misión.

Padre caminó por el largo pasillo que lo llevaba de la plataforma en la que lo había dejado su compañero hasta que encontró el acceso al trasportador que lo adentraría en las zonas herméticas del dogma. Caminaba solo. Nadie lo acompañaba. Esto era algo que le llamaba mucho la atención. Las veces anteriores que había sido llamado a la ciudadela de la bioreligión había sido escoltado en todo momento. Y una serie de protocolos engorrosos monitoreaban cada paso. Esta vez, en cambio, le habían indicado el camino, pero no lo habían acompañado.

       De hecho, en la plataforma solo había visto a un operario y se le veía demasiado joven. Padre no creía que tuviese el entrenamiento completo para estar a cargo. Pero había cada vez menos gente a disposición.

       Llegó a la puerta que daba al trasporte. Antes de abrirla se acomodó nuevamente la camisa y la correa blanca que llevaba al cinto. Se sentía desnudo e inútil sin sus armas, pero no había opción. A pesar del carácter militar de la bioreligión, a sus centrales de dogma en el centro más profundo de Limma no se podía ingresar cargando armas. ¿Por qué lo citaban? No tenía idea. Solo quedaba obedecer. Era su deber y lo único que tenía que hacer en la vida…  pero estaba lo que dijo Phratede: la mitad de ti existe ahí lejos… tu hijo perdido… y ya es casi un hombre… Quizás era cierto lo que decía la doctrina enemiga, la denominada interpretación herética del dios[1]: “Los seres vivos aman a sus iguales y son enemigos de lo distinto”. Era un pecado reconocerlo. Padre debía creer en la doctrina estándar: “No se ama la parte sino el todo, que incluye lo distinto”. La diversidad de piezas hace ganar al jugador de ajedrez. Y ese jugador invisible no eran los hombres sino algo que como un parásito se nutría de ellos, el dios. Esa regla sirvió para que Padre obedezca toda su vida, para que luchara por los humanos contra los monótonos “heréticos” cuya obsesión por lo igual los llevaba incluso al incesto, costumbre que envilecía su genoma, pero que les permitía ciertas ventajas evolutivas. Pero ahora había algo igual a él, algo que de modo abstracto ahora amaba. Y “los otros” parecían ahora ser sus jefes, incluso sus amados soldados y su viejo erómenos, pero Padre también recordó la doctrina oficial, para ella el primer mandamiento era amar lo distinto pues permite sobrevivir al dios. Lo divino, el alma inmortal no era algo que estaba en cada ser vivo y alcanzable por cada uno, sino algo construido con la suma de todos ellos y que trascendía a todos ellos. La vida eterna era para el dios, no para los creyentes. Y esa vida eterna del dios había que construirla con el sacrificio de sus múltiples mortalidades.

       Había una guerra entre esas dos teologías de la vida que se correspondía a una guerra aún más antigua: la guerra entre la vida como un todo abstracto y la vida como cada organismo individual concreto, y es guerra se manifestaba en sus sangrientos devotos. Pero no es que Padre dudara de la teología estándar, dudaba ahora de ambas religiones, él era el único humano que había visto a un trans-humano, lo había capturado y ejecutado, la orden era traerlo de inmediato sin hablarle, pero Padre desobedeció y ahora estaba muerto, ahí supo que para ellos ambos dogmas no significaban nada. Si era así tampoco su hijo perdido significaba nada… Era cierto los heréticos eran enemigos, pero “los tras-humanos eran monstruos” —pensó.

       Ingresó al trasportador y suspiró cansado. Luego le dio vueltas a una manivela con sus fuertes brazos para activar el mecanismo y finalmente presionó el botón que lo llevaría hacia los interiores de la laberíntica ciudadela religiosa en el centro de Limma. A pesar que las dos bioreligiones eran castrenses y que las organizaciones militares estaban agusanadas de doctrinas y credos, a Padre no le gustaba estar en instalaciones netamente religiosas. Prefería las trincheras.

       Lamentablemente el poder estaba siempre oscilando entre generales y sacerdotes, y muchas veces no se sabía realmente quien estaba al mando en los estratos superiores, pero se sabía que también ahí había una hipócrita guerra por el poder, una guerra sin batallas, aunque si con muchos muertos. Estas centrales de dogma eran certeramente peligrosas. Además, eran lugares donde se almacenaban bajo 7 llaves el conocimiento técnico y en lo más profundo, sepultada a perpetuidad había una biblioteca de documentos y archivos de la más prohibida y peligrosa herejía, la llamada siensia. Así que esta era una biblioteca sin lectores y una cárcel de libros mudos que murmuraban sobre una humanidad pasada sin ninguno de los 2 dioses.

       En cierto momento hubo una aguda bajada, esto no era lo peor de todo. Lo peor sería la subida, que sería desesperadamente lenta, más aún por la impaciencia de alcanzar a su hijo hace tantos años perdido. Los sacerdotes censuraban ciertos rumores entre la población humana de que alguna vez la olvidada siensia desarrolló tecnologías que permitían construir máquinas asombrosas, como, por ejemplo, trasportadores rapidísimos. Estos destartalados, decía el rumor, son los escombros de una red que unió una vez al mundo y llegaba incluso a la prohibida superficie, algunos tramos podían incluso viajar del punto A al C sin atravesar B en medio de ambos. El hombre fue un demonio entregado a esa mala magia, pero todo eso estaba perdido o era solo un sueño. La tecnología actual estaba aplicada a la industria bélica, la siensia desapareció y dio paso a un cuerpo de conocimientos prácticos, dogmáticos e inmutables que eran incapaces de progresar, solo eran útiles, pero carecían significado cognitivo. La bioreligión había prohibido con éxito la sola mención de la palabra siensia, las nuevas generaciones no la conocían y los viejos se esforzaban en olvidarla. Y con ese fervor anti-cognitivo de la bioreligión las técnicas y profesiones se habían olvidado, la raza humana se desarrollaba ahora entre dos polos: el religioso y el militar, y eso bastaba. A veces era difícil distinguir las dos cosas, a Padre no tenía por qué gustarle o no gustarle. Después de todo, no conocía otra realidad.

Al cabo de unos minutos, llegó a lo más profundo de la ciudad de Limma. Le incomodo más de lo usual toda la carga de dogma y abstracta superstición que se respiraba. Casi se asfixiaba de irracionalidad. Nunca antes había sido así, pero ese prisionero… ese trans-humano antes de morir… sus palabras, lo habían confundido.

       La puerta se abrió. Padre esperaba encontrar a gente yendo de un lado para otro, a fieles memorizando la compleja doctrina del dios, a autoridades dando sermones, pero lo que encontró fue una versión minimalista de todo eso. Cada vez había menos gente.

En la gran habitación decorada de ampulosas geometrías que era la antesala al recinto principal del templo subterráneo apenas pudo ver a una persona.  Se trataba de su superior, el capitán Orson, elegantemente uniformado sobre su cuerpo fornido y vulgar.

—“Oh teniente, —dijo a Padre frotándose las manos taimadamente qué bueno que hayas llegado tan pronto”, —dijo Orson antes incluso de que el Padre lo saludara a modo militar, como se supone que era el protocolo. Padre temió lo peor. Sabía que Orson era un cobarde. Lo había visto mandar a la muerte a soldados desde la comodidad de su puesto de mando en algún claustro. Padre lo aborrecía.  Le parecía que era exactamente el tipo de líder que no debíamos tener y que los estaban llevando a perder la guerra contra los heréticos. Orson era dado más a la intriga y a la mentira. “Los heréticos” peleaban valientemente y por un motivo también lógico y acaso justificado. Sutilmente Padre se aseguró de que no estaban siendo observados por nadie y consideró la posibilidad de matarlo ahí mismo con sus propias manos. Pero no, eso era tabú.  Eso no se hacía en la central de dogma. En sus monasterios solo los sacerdotes podían matar sin pecado.

— “Vine tan pronto como pude”, —respondió Padre— “He dejado a mis hombres en la estación oblicua. Tememos que haya un ataque de la otra doctrina en cualquier momento”

—“Oh, debe haber agradecido al dios que lo llamásemos para que venga cuanto antes, entonces. Puede que le hayamos salvado la vida”, —Orson sonrió y le dio un agresivo golpe en el hombro. Padre tuvo ganas de responderle con un puñetazo a la nariz. Padre lamentaba exactamente lo contrario. Él quería estar con sus hombres cuando el ataque comience. Su presencia, su guía podían significar la victoria. Al menos en esta batalla. Prefería morir en batalla que cargar con sus muertes en su consciencia, algo que Orson no tenía en lo más mínimo. Y que pocos ahí tenían.

—“¿Cuál es la urgencia?”, —preguntó fríamente Padre. Orson se dio cuenta que lo había ofendido. Era cobarde, pero muy político. No se llegaba a donde él había llegado sin la intuición para saber cuándo había dicho algo impropio.

—“¿Para qué me has hecho venir?”, —insistió antes de que Orson se retractara o explicara que nunca dijo lo que claramente sí había dicho.

—“Oh, bueno. Inteligencia ha hecho un descubrimiento que, de confirmarse, cambiara todo.  La guerra acabará en unos días”.

Padre soltó un suspiro. Había estado esperando lo peor, quizás deseando lo peor, pero un anuncio de este tipo le devolvía la esperanza. Era el fruto que su esperanza, árida y triste, había soñado por años. Debía regresar a la estación oblicua cuanto antes para notificarlo a los soldados. Los ánimos habían estado por los suelos por décadas, por siglos y esto era lo que todos soñaban. Lo que merecían.

—“Qué bien, señor” —dijo finalmente inundado de vigor optimista Padre—. “Ya era hora que hubiera buenas noticias”

—“Este… mucho me temo que me has malentendido”, —le dijo Orson sobando taimadamente las manos una contra la otra. —“Nos hemos enterado de algo que podría significar nuestra destrucción. La guerra podría acabar en cuestión de días con la completa aniquilación de la especie humana, quiero decir, la ortodoxa, la nuestra. Y el final de ese fluir que llamamos vida, quiero decir… la muerte del mismo dios.”

Padre frunció el ceño. No dijo nada. Años de frustración le hicieron aceptar una vez más esa horrible noticia. No podía ser de otra forma, él había visto cosas tan asombrosas en “ellos” …

…“Teniente…”—, escucharon una voz grave y calculada desde algún lado de la habitación. No sabían de dónde. La alta puerta que daba al recinto principal del templo se había abierto con sigilo, y alguien había entrado en silencio escuchado desde la sombra a los dos militares desde hacía un buen rato. Dando un paso también en absoluto silencio se había asomado el más peligroso de los sacerdotes: el místico Anthonio[2]. Anthonio era un hombre muy singular, grande y reservado, su belleza escultórica fascinaba y distaría no solo a los hombres, sino también, de modo torcido, a algunas mujeres. Pero esa belleza encerraba algo poco confiable. Debajo de sus castas y rígidas ropas de sacerdote se movía un cuerpo inapropiadamente cargado de erotismo. Guapo, bronceado y obsceno. Esa sensualidad era casi una sexualidad y escapaba por las pocas partes descubiertas de su cuerpo como sus manos grandes o su mandíbula cuadrada, ennegrecida por una barba que los afeites no podían borrar del todo. Era también un fanático muy inteligente. Se decía que en secreto era el sacerdote más influyente y la secta que había fundado ganaba cada día más poder. Alguien no necesariamente bueno, pero si notable con quien Padre prefería discutir la situación que con el mediocre de Orson. —“Diacono Anthonio”, —saludó padre y caminó hacia él, abandonando por completo a Orson. Este los siguió tímidamente. Los tres ingresaron al recinto principal.

Se trataba de un espacio inmenso y elegantemente vacío. Las paredes doradas tenían algunas ilustraciones que mostraban partes del código genético y fórmulas de lógica de segundo orden, pero en su mayoría era todo ininteligible. El libro sagrado de la bioreligión era el mismo genoma humano y esos monjes lo estudiaban e interpretaban con el fervor de cabalistas. Memorizaban las infinitas secuencias de nucleótidos buscando sentidos místicos y oscuros a la información genética, patrones y coincidencias proféticas. El dios, el creador, hablaba a la humanidad a través de ese lenguaje que era el ADN. El genoma mismo era su cuerpo y su palabra. Aunque ninguno ahí sabía nada de genética. Solo memorizaban estúpidamente sus 4 símbolos: A—T—G—C combinados en un intricado laberinto de genes, operones, intrones, exones, secuencias sin sentido, invertidas o repetidas sin razón, o simple caos, para el que el concepto mismo de “información” genética es inapropiado. Casi todas esas cábalas eran supersticiones, pero la interpretación de Anthonio era un cuerpo racional sin huecos ni contradicciones, había traducido por primera vez la palabra del dios de entre ese caos de secuencias de nucleótidos, la clave era leer de 3 en tres las secuencias, 3 es el número de dios, como 3 es el número de libros artificiales, (techne), 3 las edades de la humanidad (ellos vivían en la primera), etc, esta triada de nucleótidos significaban cada una, una palabra del dios, es decir un concepto incompleto, pues una palabra a solas carece de verdadero significado, pero junto a otras adquiría sentido y santidad. Pero la voz del dios solo sería compresible en el contexto de todas sus palabras juntas, cosa imposible de entender para la mente humana. Pero siendo incluso así, dentro del hombre, en su ADN, balbuceaba la divinidad.     

La perfección de su doctrina había seducido a muchos ancianos que se adherían y protegían al voluptuoso joven. Al fondo había una especie de altar intrincado y barroco. Bajo su ampulosa arquitectura que se elevaba vertiginosamente, se podía ver a tres viejísimos sacerdotes discutiendo. Antes de avanzar hacia ellos, Anthonio se volteó hacia Padre.

—“Debo advertirles que el humor no es de lo más cordial. Lo diré directamente, nuestro dios está muriendo. Al parecer empezó a morir hace años. La noticia nos ha impactado duramente, los enemigos de la vida lo atacaron en su esencia, no puede haber más maldad ni espectáculo más impuro” —y pareció regocijarse secretamente en esas palabras—. El fin supremo de nuestra doctrina corre peligro. A diferencia de los heréticos nosotros no buscamos nuestra salvación sino la de nuestro dios. Los heréticos piensan que el dios está en cada vida individual, en las partes y no en el todo, pero de eso se desprende, diabólicamente, que el “dios no es uno” que no existe.

—Sospecho que ambos dioses existen y pelean —dijo Padre arriesgándose a decir algo tabú.

Anthonio movió una de sus tupidas cejas hermosamente diseñadas con un gesto de sospecha.

—Quizás, pero esa guerra termino y ahora el nuestro agoniza, luego de una batalla celestial.



[1] La vida.

[2] De Anthos, flor en griego, ya sabe que flor es el órgano sexual de los vegetales, paradójica característica de esos castos seres. El nombre también es alusivo a un anacoreta y mártir permanentemente rodeado de tentaciones monstruosas.

13 VIAJEROS DE LA ETERNIDAD: Un planeta en pedazos

 



Trillones de años después…

 

Caminar y caminar y en eso el paisaje mostró un asombroso espectáculo. Un fragmento del planeta se había dado vuelta, de alguna manera había explotado algo en el fondo geológico del Thecnetos y un gran trozo del mundo había quedado boca arriba. Entré a explorarlo. El Thecnetos no solo se apagaba también se fragmentaba, algunos trozos grandes de corteza ya se elevaban y se hundían lentamente más allá de la atmosfera y otros flotaban en lo alto retenidos por hilos precarios que los anclaban aún a la tierra. Por esa superficie ampulosa de retorcida maquinaria caminé y vi miles de esos parásitos mecánicos, esos que había visto antes vivos dentro del avernus. Por entre esa polvorienta masacre de animales artificiales vi miles de cuerpos muertos y encontré por primera vez a Thalos devorando el cadáver metálico de uno de sus semejantes, como un sórdido caníbal artificial.

Supe de inmediato que era uno de esos seres que evolucionaron en las entrañas artificiales del mundo. De algún modo este no había muerto una vez muerta la máquina que parasitaba.

Se ocultó al verme y quizás planeaba algo taimado contra mí. Pero luego como un perro empezó a seguirme.

Caminando como un agotado enamorado me dejé seguir por ese insecto mecánico. Algo que no sabía antes empezó ahí, anteriormente había detestado la presencia de “los otros”, me daban incluso pánico. Sin embargo, ya estaba enfermo de humanidad y sentí curiosidad y anhelo de contacto con aquel raro ser. Me parecía incompresible el deseo de ser acompañado por un ser tan amorfo, tan abiótico como aquel parásito artificial. Tal es la soledad.

 

Dejé que me siguiera e incluso, aunque siempre estábamos lejos uno del otro, evité perderlo de vista. Hasta ese punto había llegado mi degeneración. Disfrutaba de su existencia paralela a la mía. Acaso yo ya no era afín a la calmada soledad que una vez disfruté.

Thalos, desconfiado, había logrado sobrevivir a la muerte de su especie canibalizando los cadáveres de sus congéneres. Yo no necesitaba hacer eso. Dado mi vínculo minúsculo con el más alto corazón del Thecnetos no moría, vínculo que nunca llegué a entender sino hasta el final.

— ¿Dónde estoy? —preguntó en su lenguaje. El mundo de la superficie le era ajeno y desconocido. No comprendí. Su lenguaje no estaba hecho de sonidos. Pero no hacía falta hablar así que no me importó la falta de comunicación. Pero solo por un tiempo. Lo llamé Thalos, su verdadero nombre o si lo tenía no lo supe nunca.

Ni supe si venia de las profundidades del último planeta o de las profundidades de mí mismo.