Trillones de años después…
Caminar y caminar y en
eso el paisaje mostró un asombroso espectáculo. Un fragmento del planeta se
había dado vuelta, de alguna manera había explotado algo en el fondo geológico
del Thecnetos y un gran trozo del mundo había quedado boca arriba. Entré a explorarlo.
El Thecnetos no solo se apagaba también se fragmentaba, algunos trozos grandes
de corteza ya se elevaban y se hundían lentamente más allá de la atmosfera y
otros flotaban en lo alto retenidos por hilos precarios que los anclaban aún a
la tierra. Por esa superficie ampulosa de retorcida maquinaria caminé y vi
miles de esos parásitos mecánicos, esos que había visto antes vivos dentro del avernus. Por entre esa polvorienta
masacre de animales artificiales vi miles de cuerpos muertos y encontré por
primera vez a Thalos devorando el
cadáver metálico de uno de sus semejantes, como un sórdido caníbal artificial.
Supe de inmediato
que era uno de esos seres que evolucionaron en las entrañas artificiales del
mundo. De algún modo este no había muerto una vez muerta la máquina que
parasitaba.
Se ocultó al
verme y quizás planeaba algo taimado contra mí. Pero luego como un perro empezó
a seguirme.
Caminando como un
agotado enamorado me dejé seguir por ese insecto mecánico. Algo que no sabía
antes empezó ahí, anteriormente había detestado la presencia de “los otros”, me
daban incluso pánico. Sin embargo, ya estaba enfermo de humanidad y sentí
curiosidad y anhelo de contacto con aquel raro ser. Me parecía incompresible el
deseo de ser acompañado por un ser tan amorfo, tan abiótico como aquel parásito
artificial. Tal es la soledad.
Dejé que me
siguiera e incluso, aunque siempre estábamos lejos uno del otro, evité perderlo
de vista. Hasta ese punto había llegado mi degeneración. Disfrutaba de su
existencia paralela a la mía. Acaso yo ya no era afín a la calmada soledad que
una vez disfruté.
Thalos, desconfiado, había logrado sobrevivir a la muerte de su especie canibalizando
los cadáveres de sus congéneres. Yo no necesitaba hacer eso. Dado mi vínculo
minúsculo con el más alto corazón del Thecnetos no moría, vínculo que nunca
llegué a entender sino hasta el final.
— ¿Dónde estoy?
—preguntó en su lenguaje. El mundo de la superficie le era ajeno y desconocido.
No comprendí. Su lenguaje no estaba hecho de sonidos. Pero no hacía falta
hablar así que no me importó la falta de comunicación. Pero solo por un tiempo.
Lo llamé Thalos, su verdadero nombre
o si lo tenía no lo supe nunca.
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