Colaboración de Hans Rothgiesser.
18,3 billones de años después del inicio del universo…
Retumbaban sordas
explosiones en la distancia. Ecos sordos de la guerra que parió al universo. Phratede acompaño a Padre un breve tramo
hasta la plataforma, cogió del codo a Padre y con la otra mano y mirándolo fijo
le entregó el informe en papel barato de estadísticos. Padre leyó el breve
relato técnico escrito a máquina sobre un papel amarillento conmoviéndose hasta
ponerse muy rojo. Phratede lo miró
íntimo y le dijo con su grave voz militar:
—Al parecer los
censistas encontraron un semi-clon tuyo, tomaron muestras de ADN de las
poblaciones de las colonias del norte mientras buscaban heréticos infiltrados,
no se halló ninguno, todos tenían algún vínculo genético con nosotros los humanos
ortodoxos. Pero un niño estaba vinculado genéticamente contigo, y hay una pista
de su ubicación en una colonia remota. La mitad de sus genes son tuyos, no hay
dudas —concluyó Phratede, es ahora de
algún modo también mi hijo.
—Iré a buscarlo tan
pronto termine esa reunión y la misión que seguro me encomendarán —dijo Padre.
Y apretó el musculoso hombro del viejo Phratede
con el afecto contenido de los militares y se acercó a su cara con afecto. Phratede se concentró en ese calor
masculino presintiendo que era el último. Desde su inexperta juventud habían
guerreado y envejecido juntos.
—Ahora debo dejarte
—dijo Phratede dejando a su eromenos solo con su misión.
Padre caminó por el largo pasillo que lo llevaba de la plataforma en la que
lo había dejado su compañero hasta que encontró el acceso al trasportador que
lo adentraría en las zonas herméticas del dogma. Caminaba solo. Nadie lo
acompañaba. Esto era algo que le llamaba mucho la atención. Las veces
anteriores que había sido llamado a la ciudadela de la bioreligión había sido
escoltado en todo momento. Y una serie de protocolos engorrosos monitoreaban
cada paso. Esta vez, en cambio, le habían indicado el camino, pero no lo habían
acompañado.
De hecho, en la plataforma solo había visto a un operario y se
le veía demasiado joven. Padre no creía que tuviese el entrenamiento completo
para estar a cargo. Pero había cada vez menos gente a disposición.
Llegó a la puerta que daba al trasporte. Antes de abrirla se
acomodó nuevamente la camisa y la correa blanca que llevaba al cinto. Se sentía
desnudo e inútil sin sus armas, pero no había opción. A pesar del carácter
militar de la bioreligión, a sus centrales de dogma en el centro más profundo
de Limma no se podía ingresar
cargando armas. ¿Por qué lo citaban? No tenía idea. Solo quedaba obedecer. Era
su deber y lo único que tenía que hacer en la vida… pero estaba lo que dijo Phratede: la mitad de ti existe ahí lejos… tu hijo perdido… y ya es
casi un hombre… Quizás era cierto
lo que decía la doctrina enemiga, la denominada interpretación herética del
dios[1]: “Los seres vivos aman a sus iguales y son enemigos de lo distinto”.
Era un pecado reconocerlo. Padre debía creer en la doctrina estándar: “No se ama la parte sino el todo, que incluye
lo distinto”. La diversidad de piezas hace ganar al jugador de ajedrez. Y
ese jugador invisible no eran los hombres sino algo que como un parásito se
nutría de ellos, el dios. Esa regla sirvió para que Padre obedezca toda su
vida, para que luchara por los humanos contra los monótonos “heréticos” cuya
obsesión por lo igual los llevaba incluso al incesto, costumbre que envilecía
su genoma, pero que les permitía ciertas ventajas evolutivas. Pero ahora había
algo igual a él, algo que de modo abstracto ahora amaba. Y “los otros” parecían
ahora ser sus jefes, incluso sus amados soldados y su viejo erómenos, pero Padre también recordó la
doctrina oficial, para ella el primer mandamiento era amar lo distinto pues
permite sobrevivir al dios. Lo divino, el alma inmortal no era algo que estaba
en cada ser vivo y alcanzable por cada uno, sino algo construido con la suma de
todos ellos y que trascendía a todos ellos. La vida eterna era para el dios, no
para los creyentes. Y esa vida eterna del dios había que construirla con el
sacrificio de sus múltiples mortalidades.
Había una guerra entre esas dos teologías de la vida que se
correspondía a una guerra aún más antigua: la guerra entre la vida como un todo
abstracto y la vida como cada organismo individual concreto, y es guerra se
manifestaba en sus sangrientos devotos. Pero no es que Padre dudara de la
teología estándar, dudaba ahora de ambas religiones, él era el único humano que
había visto a un trans-humano, lo había capturado y ejecutado, la orden
era traerlo de inmediato sin hablarle, pero Padre desobedeció y ahora estaba
muerto, ahí supo que para ellos ambos dogmas no significaban nada. Si era así
tampoco su hijo perdido significaba nada… Era cierto los heréticos eran enemigos,
pero “los tras-humanos eran monstruos” —pensó.
Ingresó al trasportador y suspiró cansado. Luego le dio
vueltas a una manivela con sus fuertes brazos para activar el mecanismo y
finalmente presionó el botón que lo llevaría hacia los interiores de la
laberíntica ciudadela religiosa en el centro de Limma. A pesar que las dos bioreligiones eran castrenses y que las
organizaciones militares estaban agusanadas de doctrinas y credos, a Padre no
le gustaba estar en instalaciones netamente religiosas. Prefería las
trincheras.
Lamentablemente el poder estaba siempre oscilando entre
generales y sacerdotes, y muchas veces no se sabía realmente quien estaba al
mando en los estratos superiores, pero se sabía que también ahí había una
hipócrita guerra por el poder, una guerra sin batallas, aunque si con muchos
muertos. Estas centrales de dogma eran certeramente peligrosas. Además, eran
lugares donde se almacenaban bajo 7 llaves el conocimiento técnico y en lo más
profundo, sepultada a perpetuidad había una biblioteca de documentos y archivos
de la más prohibida y peligrosa herejía, la llamada siensia. Así que esta era una biblioteca sin lectores y una cárcel
de libros mudos que murmuraban sobre una humanidad pasada sin ninguno de los 2
dioses.
En cierto momento hubo una aguda bajada, esto no era lo peor
de todo. Lo peor sería la subida, que sería desesperadamente lenta, más aún por
la impaciencia de alcanzar a su hijo hace tantos años perdido. Los sacerdotes
censuraban ciertos rumores entre la población humana de que alguna vez la
olvidada siensia desarrolló
tecnologías que permitían construir máquinas asombrosas, como, por ejemplo,
trasportadores rapidísimos. Estos destartalados, decía el rumor, son los
escombros de una red que unió una vez al mundo y llegaba incluso a la prohibida
superficie, algunos tramos podían incluso viajar del punto A al C sin atravesar
B en medio de ambos. El hombre fue un demonio entregado a esa mala magia, pero
todo eso estaba perdido o era solo un sueño. La tecnología actual estaba
aplicada a la industria bélica, la siensia
desapareció y dio paso a un cuerpo de conocimientos prácticos, dogmáticos e
inmutables que eran incapaces de progresar, solo eran útiles, pero carecían
significado cognitivo. La bioreligión había prohibido con éxito la sola mención
de la palabra siensia, las nuevas
generaciones no la conocían y los viejos se esforzaban en olvidarla. Y con ese
fervor anti-cognitivo de la bioreligión las técnicas y profesiones se habían
olvidado, la raza humana se desarrollaba ahora entre dos polos: el religioso y
el militar, y eso bastaba. A veces era difícil distinguir las dos cosas, a
Padre no tenía por qué gustarle o no gustarle. Después de todo, no conocía otra
realidad.
Al cabo de unos minutos, llegó a lo más profundo de la ciudad de Limma. Le incomodo más de lo usual toda
la carga de dogma y abstracta superstición que se respiraba. Casi se asfixiaba
de irracionalidad. Nunca antes había sido así, pero ese prisionero… ese
trans-humano antes de morir… sus palabras, lo habían confundido.
La puerta se abrió. Padre esperaba encontrar a gente yendo de
un lado para otro, a fieles memorizando la compleja doctrina del dios, a
autoridades dando sermones, pero lo que encontró fue una versión minimalista de
todo eso. Cada vez había menos gente.
En la gran habitación decorada de ampulosas geometrías que era la antesala
al recinto principal del templo subterráneo apenas pudo ver a una persona. Se trataba de su superior, el capitán Orson,
elegantemente uniformado sobre su cuerpo fornido y vulgar.
—“Oh teniente, —dijo a
Padre frotándose las manos taimadamente— qué bueno
que hayas llegado tan pronto”, —dijo Orson antes incluso de que el Padre lo
saludara a modo militar, como se supone que era el protocolo. Padre temió lo
peor. Sabía que Orson era un cobarde. Lo había visto mandar a la muerte a
soldados desde la comodidad de su puesto de mando en algún claustro. Padre lo
aborrecía. Le parecía que era
exactamente el tipo de líder que no debíamos tener y que los estaban llevando a
perder la guerra contra los heréticos. Orson era dado más a la intriga y a la
mentira. “Los heréticos” peleaban valientemente y por un motivo también lógico
y acaso justificado. Sutilmente Padre se aseguró de que no estaban siendo
observados por nadie y consideró la posibilidad de matarlo ahí mismo con sus
propias manos. Pero no, eso era tabú.
Eso no se hacía en la central de dogma. En sus monasterios solo los sacerdotes
podían matar sin pecado.
— “Vine tan pronto como
pude”, —respondió Padre— “He dejado a mis hombres en la estación oblicua.
Tememos que haya un ataque de la otra doctrina en cualquier momento”
—“Oh, debe haber
agradecido al dios que lo llamásemos para que venga cuanto antes, entonces.
Puede que le hayamos salvado la vida”, —Orson sonrió y le dio un agresivo golpe
en el hombro. Padre tuvo ganas de responderle con un puñetazo a la nariz. Padre
lamentaba exactamente lo contrario. Él quería estar con sus hombres cuando el
ataque comience. Su presencia, su guía podían significar la victoria. Al menos
en esta batalla. Prefería morir en batalla que cargar con sus muertes en su
consciencia, algo que Orson no tenía en lo más mínimo. Y que pocos ahí tenían.
—“¿Cuál es la
urgencia?”, —preguntó fríamente Padre. Orson se dio cuenta que lo había
ofendido. Era cobarde, pero muy político. No se llegaba a donde él había
llegado sin la intuición para saber cuándo había dicho algo impropio.
—“¿Para qué me has hecho
venir?”, —insistió antes de que Orson se retractara o explicara que nunca dijo
lo que claramente sí había dicho.
—“Oh, bueno.
Inteligencia ha hecho un descubrimiento que, de confirmarse, cambiara
todo. La guerra acabará en unos días”.
Padre soltó un suspiro. Había estado esperando lo peor, quizás deseando lo
peor, pero un anuncio de este tipo le devolvía la esperanza. Era el fruto que su
esperanza, árida y triste, había soñado por años. Debía regresar a la estación
oblicua cuanto antes para notificarlo a los soldados. Los ánimos habían estado
por los suelos por décadas, por siglos y esto era lo que todos soñaban. Lo que
merecían.
—“Qué bien, señor” —dijo
finalmente inundado de vigor optimista Padre—. “Ya era hora que hubiera buenas
noticias”
—“Este… mucho me temo
que me has malentendido”, —le dijo Orson sobando taimadamente las manos una
contra la otra. —“Nos hemos enterado de algo que podría significar nuestra
destrucción. La guerra podría acabar en cuestión de días con la completa
aniquilación de la especie humana, quiero decir, la ortodoxa, la nuestra. Y el
final de ese fluir que llamamos vida, quiero decir… la muerte del mismo dios.”
Padre frunció el ceño. No dijo nada. Años de frustración le hicieron
aceptar una vez más esa horrible noticia. No podía ser de otra forma, él había
visto cosas tan asombrosas en “ellos” …
…“Teniente…”—, escucharon una voz grave y
calculada desde algún lado de la habitación. No sabían de dónde. La alta puerta
que daba al recinto principal del templo se había abierto con sigilo, y alguien
había entrado en silencio escuchado desde la sombra a los dos militares desde
hacía un buen rato. Dando un paso también en absoluto silencio se había asomado
el más peligroso de los sacerdotes: el místico Anthonio.
Anthonio era un hombre muy singular,
grande y reservado, su belleza escultórica fascinaba y distaría no solo a los
hombres, sino también, de modo torcido, a algunas mujeres. Pero esa belleza
encerraba algo poco confiable. Debajo de sus castas y rígidas ropas de
sacerdote se movía un cuerpo inapropiadamente cargado de erotismo. Guapo, bronceado y
obsceno. Esa sensualidad era casi
una sexualidad y escapaba por las pocas partes descubiertas de su cuerpo como
sus manos grandes o su mandíbula cuadrada, ennegrecida por una barba que los
afeites no podían borrar del todo. Era también un fanático muy inteligente. Se
decía que en secreto era el sacerdote más influyente y la secta que había
fundado ganaba cada día más poder. Alguien no necesariamente bueno, pero si
notable con quien Padre prefería discutir la situación que con el mediocre de
Orson. —“Diacono Anthonio”, —saludó
padre y caminó hacia él, abandonando por completo a Orson. Este los siguió
tímidamente. Los tres ingresaron al recinto principal.
Se trataba de un espacio inmenso y elegantemente vacío. Las paredes doradas
tenían algunas ilustraciones que mostraban partes del código genético y
fórmulas de lógica de segundo orden, pero en su mayoría era todo ininteligible.
El libro sagrado de la bioreligión era el mismo genoma humano y esos monjes lo
estudiaban e interpretaban con el fervor de cabalistas. Memorizaban las infinitas
secuencias de nucleótidos buscando sentidos místicos y oscuros a la información
genética, patrones y coincidencias proféticas. El dios, el creador, hablaba a
la humanidad a través de ese lenguaje que era el ADN. El genoma mismo era su
cuerpo y su palabra. Aunque ninguno ahí sabía nada de genética. Solo
memorizaban estúpidamente sus 4 símbolos: A—T—G—C combinados en un intricado
laberinto de genes, operones, intrones, exones, secuencias sin sentido, invertidas
o repetidas sin razón, o simple caos, para el que el concepto mismo de “información”
genética es inapropiado. Casi todas esas cábalas eran supersticiones, pero la
interpretación de Anthonio era un
cuerpo racional sin huecos ni contradicciones, había traducido por primera vez
la palabra del dios de entre ese caos de secuencias de nucleótidos, la clave era
leer de 3 en tres las secuencias, 3 es el número de dios, como 3 es el número de
libros artificiales, (techne), 3 las edades de la humanidad (ellos vivían
en la primera), etc, esta triada de nucleótidos significaban cada una, una
palabra del dios, es decir un concepto incompleto, pues una palabra a solas
carece de verdadero significado, pero junto a otras adquiría sentido y santidad.
Pero la voz del dios solo sería compresible en el contexto de todas sus palabras
juntas, cosa imposible de entender para la mente humana. Pero siendo incluso así,
dentro del hombre, en su ADN, balbuceaba la divinidad.
La perfección de su doctrina había seducido a muchos ancianos que se
adherían y protegían al voluptuoso joven. Al fondo había una especie de altar
intrincado y barroco. Bajo su ampulosa arquitectura que se elevaba
vertiginosamente, se podía ver a tres viejísimos sacerdotes discutiendo. Antes
de avanzar hacia ellos, Anthonio se
volteó hacia Padre.
—“Debo advertirles que
el humor no es de lo más cordial. Lo diré directamente, nuestro dios está
muriendo. Al parecer empezó a morir hace años. La noticia nos ha impactado
duramente, los enemigos de la vida lo atacaron en su esencia, no puede haber
más maldad ni espectáculo más impuro” —y pareció regocijarse secretamente en
esas palabras—. El fin supremo de nuestra doctrina corre peligro. A diferencia
de los heréticos nosotros no buscamos nuestra salvación sino la de nuestro
dios. Los heréticos piensan que el dios está en cada vida individual, en las
partes y no en el todo, pero de eso se desprende, diabólicamente, que el “dios no
es uno” que no existe.
—Sospecho que ambos
dioses existen y pelean —dijo Padre arriesgándose a decir algo tabú.
Anthonio movió una de sus tupidas cejas hermosamente diseñadas con un gesto de
sospecha.
—Quizás, pero esa guerra
termino y ahora el nuestro agoniza, luego de una batalla celestial.