13,8 billones de años después del inicio del
universo…
Eme me pidió más vida, a pesar de ni siquiera
necesitarla por el cuantioso soborno de Anthonio,
pero Eme necesita desesperadamente
que le demuestre devoción una y otra vez, y nunca se convencía de que lo
quería. Solo acaso brevemente lo creía en mis más extremas demostraciones de
dolor, solo ahí le parecía ser cierto lo que soñaba, cuando yo sufría más y era
adicto a esa sensación, pero esta vez yo se me negué, inseguro pues aceptar o
negarme era morir, pero germinaba mi deseo de libertad, ya empezaba a ser libre
de él, pero corría peligro. Empezaba a dudar del dios y de mi propio amor. Anthonio
despertaba de una pesadilla donde dios no existía, a una vigilia en donde casi
no existía.
Eme,
vengativo, fue esa noche al Jardín Extraño, que era casi como ir a un infierno,
burlándose de mí. A solas imaginé que a estas horas estaba haciendo eso que
burlonamente había amenazado hacer. Fue ahí que, a solas, me decidí a volver a
ser libre, como me dijo Ahelos debía
hacerlo solo, aunque notaba que ahora estaba completamente loco, me curaría a
mí mismo. Debía retomar mi camino hasta el hombre nuevo, vencer mis instintos
era vencer a esa tiranía bioquímica, y salvarme era salvar a mi raza, esa que
debía remplazar a esta caduca humanidad y conquistar el cosmos. Afiebrado, cogí
un objeto puntiagudo y filoso entre las herramientas de Eme, esa con la que
una vez esclavizado por él, golpeaba con mi debilidad las rocas para desenterrar
la interminable Limma.
Temblando
por el odio y la locura, anduve ese camino oscuro hasta el Jardín Extraño que
mis celos hacían más borroso y sórdido. Una pululación de risas y gritos de dolor
anunciaban que ya estaba casi dentro, y en esa nube de fuegos invisibles que
era la maldad humana, me hundí.
Ahí estaba él, abyecto y ruin. Riendo a
carcajadas. Feroces carcajadas. A pesar de mirarme muy de cerca, mostraba su
minuciosa indiferencia a mi infierno. Y parecía sinceramente contento. Como los
ruines seres que lo rodeaban, realmente no era capaz de ver el dolor ajeno. O
acaso lo veía claramente sin darle importancia, como la fiera que ve y escucha
los más horribles gritos y ruegos de miedo de sus presas sin inmutarse. Sonrió
torvamente una vez más y su felicidad me pareció insoportable, pues su sonrisa
nacía de ver mi ridícula miseria.
—Me has
hecho dejar de ser lo que quiero ser —dije y empuñé el arma. Eme se asustó al ver la seriedad de la
situación, mis ojos se torcían hórridos, como las muecas poco elegantes de los
desesperados, golpeé con el arma con todas mis fuerzas contra su cuerpo, como antes
había golpeado enamorado con todas mis fuerzas esos muros de piedra, para
ayudarlo, la sangre empezó manchar sus obscenas ropas y el piso. Bajo su camisa
ahora resbalan sus músculos en esa mucosidad roja y una punzada de deseo me mordió
en medio de ese rapto de suprema locura.
—¡Esa es la
bestia que eres! —dijo casi dispuesto a matarme por el miedo que le cause.
Varios acudieron a ayudarlo, pero nadie
me ayudo a mí, que estaba herido más profunda y mortalmente que él. Fui aplastado
a golpes. Y en la oscuro de mi locura sentí que llevaban mis despojos sanguinolentos
a un foso a donde siempre arrojaban los anónimos muertos de esas orgias, comunes
en ese jardín extraño. Ya yacía entre los muertos, ¿qué tristes historia habrán
detrás de esas calaveras y cuerpos como grasientos y negros que se podrían en derredor
mío? ¿Qué podía doler tanto como lo que a mí me dolía? Me dormí entre los cadáveres
con el corazón comprimido de culpa sin que nadie me compadezca.
Lejos
de la razón, solo pensaba en un imposible: lograr que me perdonara y poder, otra
vez, intentar salvarlo.
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