—El Dios te condenará a «errar hasta su retorno» —dijo Anthonio desde las profundidades del pasado[1].
Thalos supo que morirían
pronto. La prometida vida eterna que cambió por guiarlo hasta a M no se
cumpliría. Se sintió defraudado e impotente al sereno poder de su nuevo amo,
cuyos ojos, en la ingrávida negrura, brillaban llenos de melancolía y delirio.
—¿Qué planea ahora? —dijo Thalos
como desde dentro de la mente de L.
—Medito en la muerte, no queda más en que pensar. Un piadoso fin —dijo L
tratando de disimular el golpe que las palabras de Thalos causaron. Casi quedó sin aire al recordar lo que hizo y que
se negaba a reconocer.
—También me está matando a mí —dio Thalos flotando a pocos centímetros
de L.
L lo miró con ojos desorbitados de furia y terror.
—Ud. prometió darme vida eterna si lo ayudaba encontrar a M.
Esas acusaciones eran insoportables. Algo violento en
L debía hacerlas parar.
—Eso te lo prometió otro. Y ese ya no está —dijo Herakón dentro del cerebro de L.
Thalos quedo aterrado de la mirada torva que se había encendido en su amo, pero
susurro:
—Le negaste a dar agua a un
moribundo, ¿qué te costaba aliviar sus últimos días? Vivirás siempre
atormentado… esa es tu eternidad de dios, un dios vagabundo y triste. Un dios
desahuciado.
Thalos se supo mortal de nuevo, ya no era tampoco de ninguna
utilidad a L o a eso que ahora estaba dentro suyo. Caviló rápido su plan. No
quería morir. En secreto caviló hasta que encontró la salida.
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