13,8 billones de años después del inicio del
universo…
La tristeza de mi fracaso
académico y de la pérdida de esa amada fantasía me puso melancólico y camine
sin rumbo. Cansado de mis investigaciones sobre la perfecta prehistoria humana,
erre por los recovecos gastados y casi borrados de Limma. En sus límites ambiguos, empiezan unos barrios difusos y en
ellos tropezaría sin saberlo, con la otra mitad de mi destino.
Era un lugar muy olvidado.
Uno a donde no llegan esas ideas sobre la verdad o el hombre nuevo, ni la
perfecta humanidad proporcionada y ecuánime de la cual degeneramos.
En ese desagradable sótano
dentro este otro sótano que es el mundo, el ruido tenía el vigor de una fábrica
y el horror de una matanza. Luego de un angustioso camino por una esquina a
oscuras, guiado por la bulla de la entrada, llegué a aquella orgía, así debo
llamarla, el lugar exhalaba una pobre luz y un sórdido olor a muerte, un lugar
llamado El Jardín Extraño.
A ese sitio sin perdón caí,
o detuve mi huida de mi condición de ser vivo, de animal. Hubo una pausa,
quizás peligrosamente larga en mi camino a lo sublime y a la perfección de la
vida eterna. Si alguien duda que los humanos llevamos milenios degenerando de
una especie, si no perfecta al menos sana, el relato de este lugar los curará
de esa ingenuidad y los convencerá de la necesidad de que el hombre
desaparezca. Para siempre. Ese es el mejor remedio para la humanidad dado que
es imposible hacerla evolucionar de nuevo.
Dentro miré atónito y
defraudado, actos de increíble bestialidad, entre los más degenerada de la
especie humana, actos de profunda y triste suciedad. Pero traté de que la
virtud que cultivaba en mi mente sobreviviera en ese caos. Los abyectos vicios
incluían sobre todo, variedades del pecado nefando de la heterofilia[1]: la
cercanía corporal de seres de distinta especie. Una particular forma de
bestialismo de dos géneros diferentes juntándose en una infructuosa y arruinada
sexualidad. Ocurría sin dudas a espaldas del gobierno del dios, ni siquiera la
doctrina herética permitía ese error. Lo más prohibido de la sociedad se
refugiaba y se satisfacía torcidamente aquí: una triste satisfacción que era
vacía y mal natural. Ocultos u olvidados germinaban ahí como el moho sobre la
tristeza de la humanidad muerta. A esos extramuros de lo que era bueno fui, por
curiosidad científica o por aburrimiento de mi búsqueda de perfección y luz, o
acaso atraído irracionalmente por algo en mí, algo irremediablemente malo. Pero
ahí, a solas me sentí más consiente del mundo y más lúcido de mi propia
realidad. La degeneración humana se había adaptado a la degeneración de este
submundo, y era casi una guerra entre la lógica de la vida y la de la muerte.
Y en medio de tanta
execración lo vi por primera vez claramente.
En ese lugar donde la
felicidad era imposible, donde de todo sueño estaba roto y carcomido, se
alimentaban como hongos una casta de rufianes y perversos: Los Etairesis o
pornoi. En medio de tanta fealdad y
desolación aparecía asombrosamente el hombre que había soñado por tanto tiempo,
y que me había rozado en esas escaleras, hecho ya no de ideas sino de carne
palpable y vulgar, una carne que parecía recordar a todos lo que necesitaban,
lo que soñaban y no podían tener, y recordarles que era la vida y la belleza,
ahí donde la humanidad estaba tan cerca de la muerte que es fealdad y desorden.
Los dos enemigos: entropía y anti-entropía se juntaban y deseaban, ahí en el
jardín extraño y adentro de Eme, tratando, irracionalmente, de ser
uno.
Todos estábamos despiertos,
pero en una pesadilla y en las ampulosidades infernales de ese mal sueño que es
la realidad aparecía algo notablemente bello, descubrí al mismo tiempo lo que
hasta ese día no sabía que necesitaba y que no podría tener nunca.
Entré el caótico enredo de
cuerpos débiles y envejecidos, el suyo fuerte, proporcionado y limpio, se
destacaba como una gema entra las piedras. Pero sus proporciones no eran
clásicas y bellas, sino voluptuosas y dramáticas, su contextura era ancha y
tosca, cargada de pesados músculos que se abultaban y movían con grosera
virilidad, huesos anchos armoniosamente alineados, cargaban pesadas masas que
se abultaban y movían con vulgaridad, dándole al todo una emanación sensual,
casi genital, casi tan impura y humana como el olor del cuerpo. Así de vulgar
era la vida, y más fea la no vida que lo rodeaba. Sufrí un primer golpe de
horror ante esa obscenidad vital. No era posible pero el hombre de sueño
existía en este mundo de la vigilia, una vigilia de pesadilla. Pero no podía
escapar de esa verdad. La levedad de sus ropas apenas contenía la desmesura de
su cuerpo, que se asomaba produciendo un desesperado deseo en la viciosa otra
especie que lo rodeaba, entregadas al tabú y al deseo nefando. Hasta los
animales más primitivos se juntan solo con su especie, esa simple ley natural
acá se desobedecía, se olvidaba, hasta la biología que yo despreciaba era mejor
que esto. La heterofilia, la unidad entre lo distinto, aquí se ejercía con
desesperación y apetito ansioso. Y la satisfacción que ofrecían los pornoi
no satisfacía nunca. Si los hombres de la secta escapan de la naturaleza para
flotar a lo elevado acá se moría la vida agusanada por el mal. Sin duda había
algo peor que la vida.
Hasta
los vegetales que son seres primitivos se unen a sus iguales, la naturaleza
odia lo trans-especifico por ser infecundo, solo la bestialidad degenerada hace
que un ser humano busque lo diferente y engendre con aquello lo monstruoso.
Pero aquí un antiguo y atávico deseo ya borrado del hombre moderno persistía.
¿Este era acaso un vistazo al hombre del pasado que yo ayer admiraba? ¿O era
una mirada a lo que pasaba una vez rotas las leyes de la vida, que ambas
religiones cuidaban?, acaso al renunciar a ser un ser vivo no me esperaba la
perfección y pureza sino solo este infierno de caos y sin sentido anti-natural.
Muchos
de esos Etaires, no eran de verdad
heterofílicos, sino hombres normales que parasitaban los deseos errados de las
que si lo eran. Él debía ser uno de esos o así lo deseaba creer. Pero pronto
supe que es imposible actuar como un animal que vuela sin ser un animal que
vuela. Que, si no te ahogas bajo el agua, no estás solo simulando ser un pez.
Yo nunca había sentido ese
deseo degenerado. Solo el casto afecto corporal por mis iguales buscadores de
virtud hombres como yo. Pero ahora sentía otra cosa. Un humor emanaba de aquel
personaje grande y de mirada agazapada. No solo era belleza, algo tosco y
profundamente malo se despertó en mí al verlo. En medio de tanta fealdad y
tristeza, la más densa tristeza jamás juntada, su belleza se presentó como una
rara felicidad, era una irónica jugada de la vida, un enrostrar a los
desahuciados, lo que estaba fuera de su alcance a perpetuidad: la vida misma.
Lo inalcanzable se ofrecía solo para frustrar a la otra pobre especie y a mí.
Rodeado de ojos abyectos,
de almas podridas por dentro, de seres a punto de desaparecer de este mundo,
tanto espiritual como físicamente, su presencia era como la de un milagro de
proporción y vida entre en ese abismo humano, pero algo de su desordenada
embriagues compartía la vileza de lo que lo rodeaba. Solo la forma era perfecta
y sana, lo interior era ruin y podrido. Tan marchito y oscuro como lo demás. Y
si yo veía belleza en ello yo debía también ser malo. Yo era entonces tristeza
y fealdad tanto interior como exterior, yo era entropía, pero lo vi sano y tan
feliz, tan invenciblemente feliz que ya solo quedaba resignación a mi deseo
imposible.
La otra especie vivía su
heterofilia como una enfermedad incurable, podridas por dentro, él se movía
jugando un juego secreto. Su presencia era un milagro, pero no el milagro de un
santo sino el de un demonio, pero algo de su desordenada embriagues me hizo uno
con la vileza que me rodeaba. Me hizo ser por unos segundos uno de esos
animales desnaturalizados, aunque mi deseo no fuese por naturaleza degenerado.
No temí aceptar mis emociones, aún era un aprendiz. Fácilmente me desprendería
de ellas luego, el hombre del sueño, ahora de la pesadilla, en la vigilia, no
dejaba de provocar obscenamente. Y todo era un hueco que él podía llenar. Y
sentí en mí ese hueco. El amor, ahí lo supe, es un vacío que se quiere llenar.
Distinto a todos, sin embargo,
yo encajaba en ese mundo aún más sórdido que lo usual. Mi alma estaba ya
torcida y corrupta.
Un hombre de esa profesión
nefasta, el Leno de todos ellos como
supe después, se me acercó, no lo sabía, pero era también un asesino: Hans Hahn, y me dijo:
—Hola, no volvemos a ver, ¿Cómo
te llamas? Puedes considerarme tu amigo y te ayudaré a conseguir lo que deseas.
—No sé aún mi nombre ¿Cómo se
llama él?
—Su nombre nadie lo sabe ¿ya
adivinaste a que nos dedicamos? —dijo
y rio espantosamente mientras yo lo adivinaba tristemente
—¿Tú perteneces a esa profesión?
—No. Soy solo
un Leno, un representante y es más
bien un oficio. Pero no. Yo si deseo a la otra especie. No me avergüenzo de
ello. Aunque mi corazón le ha pertenecido siempre solo a una mujer, imposible
para mí.
Pero los amores platónicos también exigen fidelidad. Y rio otra vez al ver mi extrañeza. Pero pronto cambio de semblante.
—Ese es como mi hermano, ¿De
dónde vienes?, —dijo esperando de mí toda su atención, pero mi mirada fija no
lo escuchaba.
—De donde seas que vengas debes
irte —agregó como queriendo ayudarme. Aquel no era su hermano, ni siquiera su
amigo, ni nadie lo era en ese submundo, pronto descubrí que estos hombres
sueñan y fantasean con relaciones reales, sueñan con que los quieren de verdad
y no solo los desean, se lo inventan continuamente, con cualquiera. Pero no
tienen en realidad a nadie.
—Lo que está en él no está en mí.
No de modo fijo. Debo vencerlo antes de regresar.
—Antes de volver a ti mismo
—agregó y tomo delicadamente mi mano como a un pariente.
Volteé
a mirar con estupor a Hans Hahn. Y
solté mi mano.
En la ruindad de la cara
del rufián una pincelada de desilusión se dibujó.