13,8 Billones de años después del inicio del
universo…
Eme me llevó a diversos recovecos secretos de Limma. Siempre parecía esperar algo que
yo no atinaba a hacer. Que le urgía que hiciera: salvarlo. Me explicaba que
eran esas calles, esos edificios enterrados, ese río casi seco de aguas negras
que atravesaba en secreto la ciudad y luego se hundía hasta el centro del
planeta, donde un viejo océano, también enterrado, lo esperaba, lugares raros.
Pero yo no veía nada que los distinguieran de los demás, acaso eran excusas. Se
recostaba conmigo sobre los caminos de asfalto. Se acercaba como demasiado a mí,
mirándome fijo, impaciente. Yo le revelé que esta no era la primera humanidad, que
había desaparecido por no se sabe qué cataclismo, le contaba historias de ese
mundo pasado que todos ignoraban, todo lo que había sacado en limpio de mis
años de investigador, le repetía sobre todo un viejo mito que él nunca
terminaba de aprender:
…Así dédalo dejo caer a Ícaro en el mar, y
después él empezó a morir también…
Eme me escuchaba fascinado y
de tiempo en tiempo, y a veces inmediatamente, me pedía que repita esa
historia. No me resultaba tedioso repetirla una y otra vez, pero si sabía que
era raro hacerlo. No sabía si no la entendía o lograba así que habláramos de
algo, de lo que sea. La conté otra vez. Sabía que no sería la última. Parecía
encantarle. Creo no entendía en qué radicaba el placer de ese relato ¿quién lo
sabe? un buen relato nunca deja clara su intención, y acaso eso es el meollo de
su belleza. Acaso solo quería escucharme. Con esos retazos de prehistoria, que
yo creí reales, torpemente pude tejer un puente íntimo entre ambos. Un día
acerco un dedo hasta el mío y me permitió que lo rosara con mis yemas. La
felicidad y el goce que sentí me dejó sin aire.
No
pasó mucho hasta que me llevara a su locus,
como un niño que llevara fascinado a un pájaro capturado a su casa, sin la
seguridad de poder conservarlo y sin saber cómo impedir que muera en ella, pero
también sin poder separarse de su tesoro. Se acostó en una especie de nido
hecho de cosas blandas y aplanadas por años de soportar su fuerte peso, ese
lecho estaba impregnado de un fuerte olor humano. Que lejos de parecerme sucio
u obsceno, me resulto entrañable.
Cansado
de tratar y tratar, se acostó a dormir y yo luego de esforzarme por atreverme,
acerqué un dedo mío al suyo. Al hacerlo me miró como si le indignara un abuso
de confianza en ello o un ruin deseo detrás de mi aparente delicadeza. Y esa
mirada no solo tenía indignación, sino dolor y decepción.
—No te
preocupes, yo siempre te voy a respetar —le dije como pidiendo disculpas, pero
también admitiendo cierta mala intención refrenada, me puse de rodillas en el
suelo frío al lado de aquella especie de nido de gigante. Así, velé su sueño
profundo y luego que Eme se derrumbara en él, me fui.
—Espera
—dijo un día. Y me pidió durmiera en su locus.
Había colocado cosas blandas en el sueño para mí. Solicité otra vez tocar sus
dedos y él accedió con un leve movimiento de cabeza, yo nunca dormía,
presenciaba cada detalle suyo, cada ruido exhalado lleno de casto placer. Así
pasaba los días que en esas épocas eran imposibles de distinguir de las noches.
Aprendí a amar ese suelo y ese ritual de velar su sueño ¿qué era esto? algo muy
bello pero inmaterial e invisible pasaba. Confundido trataba de examinarlo,
pero no comprendía. Era como un hombre primitivo viendo por primera vez una
astronave. Era como un viejo ateo morir y ver al otro lado de la muerte a un
imposible dios que lo perdonaba. Él era real, pero ¿qué era? Solo sabía era
algo en mí o algo en él o en ese íntimo locus.
A
veces a oscuras inundado de placer emocional se agitaba mi mente entre el
placer extático y una desesperación que me hacía exhalar dulces lágrimas,
conmovido no sé de qué. De nada. Estaba perdido.
Una
noche, que Eme había gastado en el ya
lejano Jardín Extraño me buscó en las cercanías de la secta, era una hora muy
tarde, no hizo falta que me llamara, mi corazón sintió su cercanía, escuchó a
kilómetros sus pasos, y me desperté en medio de mis iguales, así que sin avisos
ni acuerdo previo yo ya lo esperaba cuando llegó, algo lo narcotizaba, algo
torcido y embriagador, en el silencio de esa madrugada caminamos hasta su locus.
Pero
esta vez su mirada estaba sucia y torvas fantasías carcomían su cerebro como
gusanos, cuando me dispuse a recostarme en el suelo, me pidió que suba a su
lecho. Así lo hice muy rígido. Él respiraba ansioso, pero yo solo atinaba a
coger un dedo suyo. A pesar de ya tener derecho a ello, siempre lo pedía
inseguro.
Él
era feliz con esa pureza de mis intenciones. Pero esa noche, enajenado, hizo algo
perturbador, en realidad algo terrorífico. La oscuridad era total, pero sentí
que en medio de esa negrura empezaba a desnudar ese cuerpo insolente. En la
penumbra vi la belleza tosca de su cuerpo, subían y bajaban con fuerza, formas voluptuosas
de carne, componiendo una sublime composición escultórica. Si dios es la vida,
la mejor caligrafía del dios se escribía con músculos, piel y carne humana en Eme.
Sus movimientos fingidamente inconscientes mostraban un objeto grande, limpio y
claro, delineado por blandas sombras y contornos de negro vello, que con arte
resaltaban volúmenes y enfatizaban, aquí y allá, la salvaje pureza de su carne,
asombrosamente una piel pura que daba límite y contorno a una arquitectura de
huesos y masas grandes bellamente proporcionadas.
No
pude aguantar y respiré agitado y ansioso. Cerré los ojos para salvarme de
aquella visión terrible. Solo deseaba que se durmiera ya. Pero detrás de sus
ojos cerrados sabía que su mente estaba despierta. Así de consientes uno del
otro llegamos a ser en ese punto.
Me
dijo con una voz que tembló insegura, revelando que también era consiente de
ese terrible momento.
—Sobre este
lecho no puedes dormir con esas ropas sucias.
Ahí lo
supe. Tirite de miedo. En la oscuridad la ropa fue resbalando de mi cuerpo,
abandonándome a la inseguridad de la desnudez. Traté de no ofenderlo con mi fealdad
y permanecí inmóvil. Pasaron minutos de equilibrio incómodo.
Mis
ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pude ver que, rodeado de ese
terrible cuerpo, sus ojos me miraban con el hambre de un lobo. Temblé.
Me dijo:
—¿Estás incómodo?
—No. Tú no
lo estés, siempre te voy a respetar.
—Ya no
quiero que me respetes —dijo y me jaló contra sí toscamente.
Esa noche que solo él y yo conocimos, y
que no degradaré en palabras, supe, como decía un poeta de la prehistoria, que
la miel es amarga comparada con la dulzura del amor. Y que el amanecer nos
encontró juntos como dos ebrios por las calles, y que sobre nuestros cuerpos
cantó el primer ruiseñor su nítido canto, permitiendo con él, que se encienda
la madrugada. Aunque yo no sabía que significaban las palabras “amanecer” o
“ruiseñor” ya no fue preciso saberlo para entender a ese poeta antiguo, para
ser ese poeta antiguo, pues aquellos dos conceptos intraducibles en esta época,
volvieron a la vida en nuestros corazones, por fin juntos.