13,8 Billones de años después del inicio del universo…
—Esperamos
un cambio de órdenes. Estamos perdiendo.
—Estamos
ganando, hay una nueva arma. Deje las cosas como están. Además, su unidad
deberá ir por delante del flanco 3 de la plazuela Francia, ahí encontraran
armas escondidas y con ellas mataran al tercer grupo de los regimientos
heréticos. Luego volverán a la batalla y apoyarán al resto, así ustedes mueran,
estamos ganando —dijo Anthonio.
—No
es posible que haya armas en ese lugar, es tierra de heréticos desde hace
décadas —dijo Phratede incrédulo.
—Obedezca
—dijo Anthonio con una sonrisa
sádica, reprimida hasta parecer un calmado gesto indiferente.
—¿Dónde
está el comandante?
—Está
en una misión lejana e importante. Ahora
lucha con un dragón… Además, creo luego buscaría a su hijo, esa es justamente nuestra arma. Fue de él la idea de esconder las armas —agregó irónico y
mentiroso.
—Nos
envía a la muerte perro religioso —dijo Phratede
colorado de ira, Anthonio supo que le
sería más útil fingir indiferencia. Aguantar y mentir. Ese era el truco.
—Mientras no muera el dios no importa —contestó
tranquilo Anthonio mirando por
primera vez a Phratede a los ojos.
Este se turbó con la frialdad y calma de esa mirada y reculó. Phratede supo esa sería su última
batalla. Gritó de ira por dentro. Pero debía obedecer, acaso se equivocaba y
Padre tenía un plan. ¿Estaba vivo? Salió y vio los inocentes ojos de sus
subordinados.
—¿Dónde
está su erómenos? —Preguntó uno.
Phratede no respondió, sospechaba lo peor, pero su amor le
impedía pensar que fuera posible. Se enfilaron al camino que llevaba a la
batalla atrasada.
Anthonio en su traje de guerra
miraba satisfecho por unos endebles monitores.
En medio de bombas y estallidos, Phratede llevó a sus muchachos al lugar señalado, una plazuela de
piedra triangular, una iglesia de un dios ya muerto se quebraba delante, el
grupo, ardiendo de furia guerrera, atravesó la pelea de ambos grupos, y luego
por una calle llamada hace milenios Cammana,
llegaron casi todos intactos al punto donde debían estar las armas, pero solo
encontraron pobres construcciones de las gentes de la doctrina herética. Todo
estaba muy vacío y silencioso. Misteriosamente pacífico.
Al centro de la plaza Francia había un soldado ortodoxo tiritado
y defendiendo el lugar en un agujero delante de un busto.
—¿Dónde
están las armas escondidas? —le gritó desesperado al joven de dientes torcidos
como los de los adolescentes. El soldado parecía colapsar de frío, pero era
terror.
—No
hay nada de eso, pero detrás de esas construcciones hay cientos de heréticos. Están
a todo el rededor. No me han atacado para usarme de anzuelo, pero ahora que han
llegado Uds, atacarán, tiene todas las de ganar. De hecho, han dejado que se
reúnan aquí para que les sea más fácil.
Todos se sintieron en las fauces del lobo. Un lobo totalmente quieto en invisible.
—Prepárense
a luchar —ordeno Phratede. Supo del
engaño, gritó dolido y furioso. Estaban muy lejos de los demás regimientos y el
camino de vuelta por un recoveco llamado Jr, Quilca, ya había sido derrumbado por el ejército herético. En unos
segundos aparecerían.
Y así fue. Antes de empezar a luchar, los hombres de ambos
bandos se miraron. No eran distintos, eran tan humanos unos como otros. De hecho,
hasta sus uniformes eran iguales. Solo sus ideas eran distintas o las ideas de
sus amos. Y empezaron los disparos. Los hombres se abalanzaron contra los
otros, pocas armas automáticas, otras de pobre tecnología, muchas armas
primitivas, afiladas o contundentes, golpearon, cortaron, aplastaron e hicieron
reventar a sus semejantes, rompieron huesos, desangraron y desollaron,
empapando el empedrado y la tierra de sangre y de trozos de carne. Limma una vez más se bañaba con la
sangre de sus ciudadanos.
El regimiento herético estaba por todos lados y los
agitados soldados ortodoxos se mataban sin posibilidades de ganar. Dentro de la
lucha, la superioridad numérica del otro bando venció. Alrededor de Phratede los jóvenes que había entrenado
aquel año morían velozmente, escenas fugaces de aquel íntimo entrenamiento
aparecieron en la torpe mente del rudo Phratede,
mientas caían los muchachos con los cuerpos llenos de agujeros y los huesos
rotos. Los potentes brazos de Phratede
golpeaban a su alrededor mientas el fornido guerrero gritaba. Delante de los
más jóvenes, imponía su figura tosca para salvarlos unos minutos, pero luego
caían, acribillados. De pronto Phratede
sintió que estaba solo, ¿Dónde estaba su amado regimiento?
El cuerpo de Phratede
fue manchándose de sangre de sus amados subordinados. Luego vio que el otro
ejército dejaba de luchar. ¿Por qué?, luego lo entendió, los suyos ya habían
desaparecido.
Un llanto masculino corrió por sus sólidas facciones
hasta su fuerte mandíbula ennegrecida de vellos, barro y sangre. Los niños que
había criado para la guerra habían ahora muerto en una sola batalla.
Recordó a su amado erómenos.
Anthonio lo había matado de seguro, como
ahora los había matado a ellos. Es feo ver llorar un hombre que no está
acostumbrado a hacerlo. Y lo hace casi ridículamente. Un secreto respeto por el
viejo guerrero inundo a los jóvenes enemigos que no quisieron atacarlo. Ya no
se sentían sus enemigos. Su ejército había vencido y no importaba hacer un solo
prisionero. En un minuto Phratede
comprendió que estaba solo y golpeó con su potente fuerza muscular el aire,
como un borracho que pelea con el vacío, se abrió paso entre el pasivo
escuadrón vencedor que lo miraba admirándolo y compadeciéndolo. Al salir
desesperado, algunas manos enemigas habían acariciado con afecto al viejo
guerrero sobreviviente.
Agitado caminó y llegó hasta Quilca, estaba hecha trisas, la batalla
había terminado y el ejército herético regresaba también a sus cuarteles. No
había nadie que volviese del suyo.
Cuando agotado se acercó a sus trincheras, sintió un golpecito,
casi silencioso, alguien lo apuntaba, Anthonio
salió pacientemente y apuntó de nuevo, disparando otra bala que golpeó uno
de sus ojos reventándolo. Pero el grosor y solidez de los huesos de Phratede era tal que la bala no traspaso
la cavidad ocular. Los soldados que rodeaban a Anthonio se indignaron, pero nada podían hacer dada su superioridad
y rango. Múltiples disparos cayeron alrededor, los soldados disparaban, pero no
querían acertar, pero si se acercaba más sería inevitable. Phratede se supo sin hogar. Suspiró, y solo le quedo dar la vuelta
y huir de los suyos.
Ayer Phratede
era alguien ahora sin carrera, sin relaciones humanas, sin su erastés, sin subordinados, incluso sin
sus enemigos supo que era nadie. Y caminó lejos de ese campo de batalla
humeante y desierto que es toda Limma.
Ya lejos de la batalla, su ojo curó pronto. Se encontró de frente con el
sinsentido de tener tiempo para hacer nada. Luego de horas de soledad pensó
simplemente en morir heroicamente, pero ahora no pertenecía a ningún ejército
por el cual morir.
Así,
a solas ya no era ortodoxo, ni creyente, ni soldado, ni eromenos. Solo era él: Phratede.
Luego recordó un papel en su bolsillo. Era el informe de
estadísticos. En él vio que de todo su mundo quedaba un grano de arena, un
lejano eco de su eromenos. Su nombre
estaba casi borrado por la humedad: eracon.
Estaría en algún lugar de esta guerra subterránea. Titubeante y si saber por
dónde empezar, decidió descansar unas horas acostumbrándose a ver con un solo
ojo un mundo ahora sin profundidad.
Luego, vagó sin plan, sin embargo, aun caóticamente, sus
pasos empezaron a andar hasta el hijo de su eromenos.
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