13,8 billones de años después del inicio del universo…
Dejemos
pasar un poco de tiempo. El ruido huyó y se disolvió en lo lejano, dejando a Eme en medio de esa ausencia. La noche
misma le dio la espalda, y el omnisciente dios de la vida dejó de mirarlo.
Incluso yo me fui. Quedó como siempre solo. ¿Y yo? Yo no debía volver a aquel
lugar execrable. Pero era un lugar que no descubría, sino al que regresaba, y
como todo regreso, me completaba. Ahora estaba a salvo entre mis iguales. La
pureza del aire en la comunidad de la secta de la memoria me rodeaba. Pero
sumergido en esa castidad, en esa sociedad de idealistas que iba tejiendo su
utopía y su quimera, yo pensaba en secreto en Eme, en Hans Hahn y su
amor imposible, en la otra especie tan obviamente corrupta, pero que veía por
primera vez con compasión. En los etairesis
y su perfecta soledad, pero sobre todo en Eme.
Así traicionaba mis creencias.
Comparaba
sus torvas miradas y deseos con la limpieza de los ojos de nuestro maestro: Ahelos, que en nada se asemejaba a esos
castigados por el infierno. Acaso la corpulencia de Milo, que ahora dormía dejando caer un hilo de baba de su boca,
podía recordarme esa tosca carnicería, donde se vendía y consumía la carne
humana. Pero que vomitaba con desprecio las almas. Pero no, aquel aprendiz mudo
tenía en los ojos más torpeza que malicia. A menudo solo miraba el suelo que
parecía captar continuamente toda su atención, a su lado Izzi, que por su fuerza también parecía uno de aquellos tristes etairesis, pero las ingenuas
conversaciones que de rato en rato aparecían entre esos dos fuertes e
inofensivos jóvenes eran infinitamente diferentes. Si buscaba en esa ingenuidad
lo malo, era porque lo necesitaba, o me llamaba su hedor, descubrí que, si
había algo parecido a esa maldad en esta noche, ese algo era yo.
Y
saber eso, sin confesarlo, me convertía ya en un embustero.
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