Un trillón de años después…
Había en esas palabras no solo un discurso político en Petrock sino el reproche dolido del
amante. Pero supo poner en segundo plano su dolor por un fin superior.
—Lo
haré porque deseo ver arder al Thecnetos y a la trans-meta-corporación.
—Y
por qué deseas que esta generación disfrute su tiempo sin gastarlo en una
máquina que cuidara solo a una humanidad insensible y simbólica. En el presente
ya existe el germen del futuro. No podemos cambiar nuestro destino —agregó Petrock tratando de agregar una buena
razón a la participación de Ayazx.
—¿Y
si el futuro ya existe? Es decir ¿si el futuro dice que el Thecnetos triunfará
y nos matará? Hay rumores entre los empleados de que hay un atributo del
Thecnetos, la omnisciencia, una mirada que predice el futuro y que ha predicho
que vencerá y matará a la humanidad, que no podemos alterar ese futuro.
—En
todo caso nosotros luchamos para cambiar nuestro presente. Ese futuro es tan
real como el sueño de un niño. Es decir, es nada. Es invisible, no está en
ningún lado, solo en nuestras mentes, como la imaginación. No se puede tocar.
He estudiado que también dicen los técnicos que hay infinitos futuros, pero
nosotros elegimos en cual queremos vivir, cada decisión nos hace avanzar por
uno de los posibles futuros. Así que no estamos encerrados en un solo destino,
podemos saltar de uno a otro. Algo decide el colapso de la función de onda y
eso es la voluntad humana.
Ayasx se impacientó
de tantas ideas abstractas. Y quiso dar término a la conversación.
—Si
es así. Si elegimos un futuro de los millones que pueden ser. ¿Quién participa
de los demás futuros que no elegimos? ¿Si no somos nosotros, quién los
protagoniza? No creo que desaparezcan, no hay un infinito de futuros como dices,
solo uno…
—No
lo sé —dijo Petrock— que, a pesar de
ser un disciplinado estudioso, su naturaleza militar le ponía un límite
estrecho a su inteligencia. Luego agregó.
—Eres
consciente de que muchos moriremos en el ataque.
—Yo
no seré uno de ellos. Tú puedes morir por tus utopías si deseas.
Petrock admiró el
valor de Ayazx, pero sospechó en él
un amor por la guerra y una lascivia por la muerte, más que un sano apetito por
la vida, que era la motivación de su corazón y la de revolución que soñaba. Se
equivocaba, era en general el deseo de destrucción el que los movía a todos,
frágilmente canalizada por idealistas como Petrock.
—No
se puede hacer un ejército solo con soldados honrados —pensó Petrock idealista y disciplinado como un
sacerdote—. Vamos. Nos reuniremos con los demás. Despídete de tu casa, quizás
no la encuentres cuando todo termine.
—Mi
casa es cualquier lugar donde este yo y donde esté mi hijo, y donde no deje a
nadie más entrar —dijo desapegado Ayazx—.
Aún no partiré, mi hijo no ha vuelto.
—¿Por
qué lo necesitas tanto si es obvio que no lo quieres?
Ayazx lo miró con
furia, pero también con dolida vergüenza.
Petrock cogió las
fuertes manos de Ayazx y las llevo a
su pecho también fuerte. Notó en ellas rastros de sangre seca. Y moretones de
haber dado golpes contra algo. Sospechó que algo feo y sórdido había pasado. Petrock vio a su eromenos como si viera desde lejos una isla llena de maldad y vicio. Su esperanza era que la
lucha por una causa verdadera y justa limpiara un poco el alma de Ayazx, siempre la fantasía de un hombre
nuevo mueve a los políticos honrados, una fantasía que siempre es destruida por
las consecuencias de sus esfuerzos. Pero es su sueño, al que nunca renuncian,
sino cuando ya es demasiado tarde.
Los ojos de Ayazx inyectado de
maldad siguieron a Petrock por las
carcomidas calles de metal. Rumbo a reunirse con los demás rebeldes. Él
esperaría por n. Y él volvería. Era ineludible. Pero alrededor suyo, el
universo se hacía imperceptiblemente algo más chico.
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