13,8 billones de años después del inicio del universo…
Hans
Hahn me dejó solo. Así observé al
hombre del sueño en secreto. La intoxicación había convertido esa sórdida
reunión en un frenesí de actos de tosca animalidad, entregada a sus más
desesperados deseos. La otra especie aprovechaba que él se desvanecía de
embriaguez para tocarlo.
Ahí creí ver algo que no sé
si era verdad o un sueño de mi recuerdo, en el rostro endurecido de aquel Etaires vi un velo infantil de
conmovedora desprotección, incluso de una oculta ternura, acaso yo alucinaba
embriagado también como el rufián.
Preso de un sutil deseo, yo
me entristecía y noté que el robusto gigante abandonaba aquel sótano como
ahogándose.
En secreto lo seguí por la vacía
calle. El melancólico Hans Hahn
presenció todo en silencio. Lo había visto tantas veces y sabía que de nada
serviría que me ofreciera su ayuda. Forcejeando o empujado por los deseos y
manos que lo retenían, el hombre del sueño se liberó y escapó del Jardín
Extraño. Por entre los recovecos lo vi avanzar a solas por la oscuridad, sus
pasos quebraban el silencio de esa ahora, lejana noche, hasta que se encontró,
ya lejos, con su meta, finalmente lo vi pararse frente a un masivo edificio
negro, una colosal construcción oscura arrodillada por el colapso de sus pisos
inferiores, pero el resto subía enhiesto hasta una vertiginosa altura, una
monumental construcción entre dos avenidas que se cortaba como dos como
cicatrices, se elevaba ahuecado de habitaciones negras, sostenía y atravesaba
el precario cielo de tierra y rocas que cubría Limma, nuestra ciudad subterránea. Y acaso las traspasaba, y sus pisos
más altos llegaban a la conjetural superficie y recibían la fría caricia de la noche
invisible.
Lo vi minúsculo bajo ese
coloso. Lo espié anónimo en esa alta hora de soledad y lo vi deambular
solitario lejos ya del ruido y la vil orgía, se detuvo de pronto al sentir
delante suyo la masividad de ese enorme edificio negro, carcomido de
habitaciones como de cuencas huecas de un múltiple ciego. Este gravitaba como
un colosal astro delante de él, su monstruosa masividad hizo detener al gigante
ebrio y asustado que se debatió a solas consigo mismo.
Quieto, lo vi solo en ese
helado y petrificado segundo, lleno de patética humanidad. Es decir, de la
fugacidad endeble de todo lo que respira, lo pequeño frente a lo enorme, lo
efímero frente a lo eterno. Y yo, aún más fugaz, aún más minúsculo frente a ese
acromegálico hombre, cuya sombra titubeante, se estiraba hasta rozar mis pies.
El mundo, la humanidad, la materia helada, todo me hacía aborrecer la realidad.
Ahí sentí cuán solo estaba él, y cuán solo estaba yo… y cada uno de nosotros.
En esa soledad se abrazó a
sí mismo desesperado, lo rodeaba un universo agrietado e indiferente. Desvelado
de noche, se llenó de un dolor fiero e intenso, una vieja escena infantil que
le enseñó que el mundo no lo quería, volvió a él. Todos sus enemigos ya habían
muerto, pero el daño que le habían causado no lo dejaría nunca, ahí estaban
invencibles y eran los únicos que acompañaban su desprotección: madre, padre, un
infanticidio no consumado, el desamor eran los signos borrosos de esos enemigos
remotos que habían hecho todo por destruirlo. Y ya muertos, no cejaban en su
plan destructivo. Cuando los padres te abandonan, ya nada vale. Ya todo está
perdido. Y luego viene la vida del pornoi y algo parecido a los
sentimientos: el deseo, que nunca se convierte en amor. Sin dejarme ver sentí
un amargo llanto frenado en su garganta. Una desesperanzada angustia de saberse
en ese momento y en esa realidad.
Derrotado por la inmensidad
que lo rodeaba, ajena e indiferente, se miró los zapatos. Como eternamente.
Después llevó una mano a su cara para frenar el sollozo que venía con ímpetu.
Semejante al dolor que yo
sentía de ver inalcanzable su belleza, frívolo y bajo de desear físicamente a
un ser tan destrozado. Vi su espalda ancha, su nuca, desmesurado, bello y
terrible desde todos los ángulos. Después inofensivo y huérfano, incapaz de
hacer nada más que mirarse tontamente los zapatos. Como hacen los seres ya
derrotados.
Ese
segundo jamás podré borrarlo de mi mente, nunca había visto con tanta claridad
a la humanidad. A la verdadera humanidad, no la utópica que me enseño Ahelos. Había también una pobreza en la mente
de ese hombre grandote y hermoso, que me llenó de piedad y de culpable
desprecio por mí mismo. Era como ver a un astronauta perdido entre gigantes
astros fríos e indiferentes de su agonía. Todo el universo mismo participaba en
ese alto instante de soledad. Su cuerpo, su ancho cuello, esa respiración desasosegada
e inconsolable, el frío que nos rodeaba, las piedras, todo el universo era real
e insensible. Y yo inútil, lejos de él para siempre.
Aún nuestras vidas estaban
separadas y ajenas, paralelas, poco faltaba para que se crucen y unan. Incluso
más allá de nuestras vidas que acabarían pronto. Ahí empezaba a unirse algo que
permanecería buscándose una eternidad. Incluso años después de que fuéramos
todos borrados en estas guerras contra la humanidad. Guerra que perderían los
hombres por culpa mía. Pero nunca podría tocarlo o estar cerca realmente de él,
incluso más allá de nuestras breves vidas. Ahí empezaba algo que permanecería
buscándose una eternidad sin encontrarse jamás.
Ese
día entendí algo de no puedo poner en palabras. Comprendí no del modo usual, o
sea dialectico, algo de lo que las palabras son instrumento, acá era directa
compresión. Dicen que el amor es el modo que dios mira a los hombres y que es
la forma más nítida y profunda de conocimiento, de epistemología. Ahí entendí
la palabra en el manuscrito llamado Thecnetos
que traduje y por fin entendí. La palabra amor. Y ahora empezaba a revivir
nuestro viejo dios del que me creía ateo.
Eso sentí, y sigo
sintiendo, mientras miraba a Eme, así
supe que se llamaba después, que no resolvía la duda que lo paralizaba, en ese alto
momento de soledad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario