13,8 billones
de años después del inicio del universo[1]…
Poco después del primer instante sin pasado, el cosmos se desparramó y
colmó la nada en interminables nebulosas, planetas, asteroides, cometas,
estrellas espectrales, estrellas de quarks, estrellas de preones, cúmulos
galácticos, agujeros negros, blazers, supernovas, cuásares, enanas blancas,
pulsares, astros de energía oscura, objetos BL-Lac, ULIRGs, súper cúmulos,
galaxias lenticulares, starbursts, gravastares, magnetares, cefeidas, nubes
moleculares, objetos de Thorne–Żytkow, planetas pulsares, estrellas de bosones,
singularidades desnudas, galaxias
comunes, galaxias seyferts, radiogalaxias y todavía millones de otras cosas aún
más raras. Como una microscópica semilla es germen de un interminable bosque,
como una célula miles de veces más pequeña que un punto en este texto da
génesis a los gigantes devoradores de mundos, el cosmos fue una vez casi nada y
es ahora interminable, infinitos paisajes de detalles precisos lo colman
incesantemente. El ser es así, espejo del infinito. Pero acaso, como el precario
reflejo de la luna en el agua, el universo es solo un reflejo remoto del
multiverso, al que le debe su ser y que flota tan alto e indiferente de él, en
el Aether, del que nunca podemos ver
su perfección.
La historia del universo no es más que el cambio de un universo ordenado
absolutamente a uno desordenado absolutamente. De la anti-entropía[2] absoluta
a la entropía[3]
absoluta. La guerra de la anti-entropía con la entropía es la historia del cosmos,
y de este libro, sin esa guerra en el centro del ser, no existiría el tiempo,
que es acaso el único concepto en el que deberíamos meditar. Conocemos la
evolución del universo después de un instante. Un instante no es infinitamente pequeño,
es un tramo, pues son hay nada que sea y que no dure algo, y un instante dura
un tiempo de Planck o sea 10-46 segundos. Antes de ese punto la meta-filosofía
no puede teorizar. Pues más allá del universo no se puede pensar. Pues se
piensa el universo no se piensa nada. Prueba que antes de ese instante no hubo nada.
Los límites del mundo son los límites de nuestra mente y no se puede pasar más
allá de él sin dejarnos a nosotros mismos. Por eso antes de ese primer instante
solo hay una rara “singularidad”, que indica que la anti-entropía es infinita y
que la cognición es calculable en cero. Es decir, no se puede pensar lo infinitamente
perfecto o lo vacío, y acaso signifique esto que esas dos cosas son una sola. El
universo, entonces, cuando nació, empezó a caer de la perfección absoluta, se
perdió de la eternidad incognoscible que lo parió, y se extravió en el devenir
temporal que conocemos y que nos corrompe.
Y empezó todo con un doble parto,
luego, una colosal guerra entre un universo de materia y otro de antimateria
empezó. Ambos, millones de veces más grandes que este, se canibalizaron
mutuamente y de los restos de esa batalla a muerte quedaron solo minúsculos escombros,
hijo de esos padres que se odiaban[4]
y que llamamos universo.
Pero hay algo pequeño al
margen de estos colosales mundos en pugna, en un rincón oscuro e inmóvil de sus
vastedades, hay trazada una pincelada cualquiera, diminuta e innecesaria de ese
fresco sin término, a mucha distancia de esos ruidosos protagonistas cósmicos,
flota un planeta opaco y triste.
Pronto (en términos
cósmicos) ha nacido en él la vida sensible, pero al poco tiempo está ya está
muriendo como muere todo lo que atolondradamente nace. La superficie de ese
planeta, como tantos, es aburrida sequía, asfixia y radiación, sus paisajes
repiten una misma geología anóxica y muerta, lo surcan huellas de una remota
erosión que ya ceso del todo, dejando una quieta inmovilidad. La búsqueda de
vida exterior de algunas civilizaciones extraterrestres más evolucionadas llegó
alguna vez a este planeta y paso de largo dada su esterilidad, las miles de
inteligencias del cosmos surgidas 13,8 billones de años después del
“surgimiento del ser” ignoraron, hasta que fue demasiado tarde, que bajo de su
superficie, muy debajo de rocas y ruinas, una tosca forma de vida se empeñaba
en persistir. Su lenta extinción tomaba siglos, no la extinción de una especie,
sino la muerte de la vida misma. Debajo de la quieta superficie, los humanos
aún nacían para pelear y morir en una guerra ahora entre dos dioses, una guerra
subterránea y relativamente minúscula que germinaría como germinó el cosmos y
que terminará matando al universo y a la numerosa vida que contenía.
13,8 billones de años
después de inicio del universo[5], en ese
punto pobre y borroso empezaba el fin. Este planeta llamado por sus primitivos
pobladores “Thierra”, tiene una
mortal superficie quemada por las radiaciones electromagnéticas UV-C
proveniente de la estrella más cercana y por la radiación cósmica primaria de
electrones de alta energía que terminan de quemar los viejos ecosistemas que
parece alguna vez existieron en él. Ahora la corteza terrestre está hecha de
capas sobre capas de construcciones, ciudades muertas sobre otras ciudades todavía
más muertas formando una geológica estratificación artificial, bajo la cual
viven los “Homo sapiens sapiens”. Uno
de ellos un extraviado adolescente.
En
la oscuridad, edificios de geometría retorcida, imbricándose sin cesar sobre sí
mismos, sólidos, ásperos, grises y helados, tejen sin cesar surrealistas e
indiferentes formas de pobreza. Se juntan y desligan como los órganos diseccionados
y muertos de un organismo grande y desordenado, vórtices sucios y opacos,
huecos oscuros y vértices ampulosos, esquinas y series de líneas de cemento
húmedo y polvoriento. De entre este caos, confuso de lo que le rodea sale sin
saber de dónde el núbil eracom. Y esta
ciudad subterránea que agota las distancias es el más perdido rincón del mundo:
Limma.
Es la ciudad más silenciosa
y olvidada de la Thierra profunda, luego
del lento atardecer de la primera civilización humana. Limma es como un barco despedazado y roto, que flota sin vida en el
tiempo, un tiempo que se bambolea indeciso entre ir hacia adelante o hacia
atrás. Y frecuentemente se queda simplemente quieto sin que nada pase.
Esa ciudad hundida en lo
oscuro es surcada por corredores, calles y plazas todas techadas, copiada desplomada
de una superior, que dicen solo es parte de la imaginación o la temerosa premonición.
Cientos de metros bajo tierra, un hormiguero de habitaciones interconectadas,
calles ladeadas suben y bajan conformado sus barrios, sus distritos, sus
sórdidos callejones. Entre edificio y edificio hay roca donde antes había aire,
túneles permiten ir de un edificio a otro, alumbrados por una luz ámbar y
tenue, se desdibuja su geometría en la niebla artificial y caliente que los
sofoca. Una humanidad torcida de una enfermedad incurable que envilece su
corazón y envenena su material genético la pulula.
Y por esos caminos sin
destino, por esa ciudad carcomida de soledad, inicia su búsqueda el adolescente
eracom, que alguna vez será en un
invisible futuro un terrible Thaumasios
o un científico despedazado por el amor, ahora, a salvo de ese futuro que no existe
en ningún lado, es la primera versión de un hombre destinado a caminar por la
eternidad y a ser dos hombres y ninguno.
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