Un trillón de
trillones de años después…
¿Por
qué una población que aguanto milenios los peores abusos se revela? ¿Por qué si
ayer se sometía ahora, más débil que nunca, se levantaba? Ambas cosas, aguantar
o revelarse, las hace por la misma razón: la vida. Hace ambas cosas para no perderla.
Un día antes que el thecnetos despertara anonade el universo, los seres humanos
se levantaron contar él. Una explosión
remeció el cosmos, las bellas instalaciones del Thecnetos en construcción
empezaron a volar en pedazos, los rebeldes eran numerosos, pero principalmente
del ejército invisible de Abismo,
también caóticos gremios se habían unido, entre los que se hallaba Ayazx y Petrock. Una vez reducida a cenizas la ciudad de Amil-Urep, invadieron el alto Castillo
de Metal y mataron a todos los funcionarios, técnicos y asistentes a su paso.
Ese pequeño universo se encendió de colores y luces consumiéndose, micro
big-bangs, destruían, suicidas, todos los mundos que conectaban remotamente con
el Castillo de Metal y le servían, ráfagas de nada y de vacío despedazaron los
sistemas poblados por los zombies
eakantokeinos, huecos en el tiempo, creados por bombas cuyos engranajes
incluían raras formas del ser, abrían abismos en los planetas artificiales
desde donde se enviaba energía a Amil/Urep.
Los soldados del ejército invisible se descubrieron el rostro por
primera vez, y en atronadoras naves llevaron a las 4 direcciones del
espacio-tiempo armas relativistas que detonaban ondas poderosas que llevaban a
la vejez y a la ruina entrópica a todo lo que su mortal luz tocaba. Esas armas
básicamente canalizaban la entropía cada vez más abundante del cosmos, que se
devoraba a sí mismo. Morían los Thaumasios,
los funcionarios eran degollados, incluso los que habían apoyado el ataque
secreto. Eran traidores y no serían útiles a la última generación, había dicho Abismo. Solo los guerreros bestiales,
que ahí servían, se unieron a la revuelta desnudándose de sus trajes de hierro,
dejando ver su impresionante desnudez de carnes toscas y poderosas.
—¡No ven que están matando la posteridad!
¡A la humanidad del futuro! —gritó de
horror el Thaumasios Orf pálido y
enredado en su cablería, su pequeña corte de sirvientes había muerto al tratar
de esconderse y yacía a su alrededor.
—No
existirá otra vida a parte de la nuestra. Ni existirá su vida aparte de la mía
—dijo indolente Ayazx y lo golpeó con
un trozo de metal hasta que este quedo hecho una masa sanguinolenta y blanca, contenida
por el elegante traje y los apéndices mecánicos que los traspasaban. Ayazx llevaba a su lado a n, su hijo
artificial, que aterrado, observaba la sórdida carnicería. Para este momento lo
había entrenado, Petrock también
llevaba a fvogelfit, también
nervioso, pero repetía en miniatura el entusiasmo de su rudo padre por la
pelea. Ayazx se avergonzó nuevamente
de su torpe hijo, pero no declinaba en la convicción de formarlo y convertirlo
en un guerrero. Tenerle paciencia era ahora su forma de pedirle perdón.
Hordas de hombres y máquinas entraron al Castillo de Metal destruyendo
a todos en la meta-corporación. Así como miles de sombras entraban a los pedazos
de universo que aún se mantenían juntos, disolviéndolos. La muerte térmica del cosmos
se aceleraba con estas carnicerías.
Uno a uno los Thaumasios
fueron identificados y despedazados. Arrebatados de sus sofisticadas
tecnologías, se movían agonizantes como gusanos blancos arrancados de sus
pupas. A veces solo el contacto con el aire común los mataba desprotegidos de
sus sistemas de mantenimiento.
Los Zombies Eakantokeinos
que se guarnecían en sus remotos planetas, fueron muertos por máquinas
conscientes que habían cobrado deseo de seguir viviendo y dejar de ser
esclavas, la trans-meta-corporación se disolvía en sus átomos más elementales:
los hombres simples e individuales sin organizarse más que en pequeños grupos,
como en los lejanos días prehistóricos. La rebelión oscura usó las armas de
micro big bang para destruir sistemas completos de poder, instalaciones donde
la trans-meta-corporación administraba desde lejos la construcción del
Thecnetos, no les importaba matar a los miles de esclavos y rebeldes que
también ahí vivían.
Nadie sabía dónde estaba realmente el Thecnetos, pero era lógico
que el Castillo de Metal era un centro importante de su fabricación o al menos
de diseño, pues ahí se hallaba la mente de L, crucial para su construcción.
Rodeando esa masacre, que para el cosmos era nada, algunas de los
trillones de galaxias empezaron a desaparecer, la guerra de los hombres contra
el Thecnetos era minúscula comparada con la guerra de la entropía contra el
ser, una guerra que empezó con el mismo parto de cosmos, y que frenó de algún
modo la vida, pero que solo podía ganar la entropía al final.
En sus bunquers, algunos antiguos dueños de la metacorporación
resistían. Los rebeldes del ejército invisible encendieron una rara arma,
prohibida incluso por la meta-corporación, crearon un sol mortal. En sus
proximidades, la física de este sol artificial y efímero lo llevaba a emitir
terribles formas de radiación, no las mortales naturales, sino nuevas y miles
de veces más destructivas, creadas artificialmente por el ingenio humano,
fértil siempre a la muerte.
Estos soles duraban segundos, pero se encendieron por todo el
cosmos, casi en desorden, asolando el esqueleto final de la
trasn-meta-corporación. Ese y otros miles de soles artificiales acababan su
vida muy pronto, lanzando a su alrededor ondas y chorros de micro partículas,
tan extrañas como mortales. Dejando las caras de los planetas u objetos que
iluminaba su brillo, completamente inertes.
Su luz oscura era muerte y cayó sobre toda materia habitada o
desierta, secándola y desordenándola subatómicamente. Galaxias bullentes de
vida y otras completamente vacías de vida orgánica o mecánica ahora eran
iguales.
Algunos zombies eakatokeinos
dada su superioridad técnica y su remota ubicación, podrían salvarse, pero
muerto el Thecnetos no tenían razón de ser su resistencia. Elegantemente se
suicidaron. Más que nada por desprecio de sus enemigos, los rebeldes, que se
encontrarían una vez triunfantes con la nada. Aún más invencible que sus
antiguos enemigos.
El ejército invisible comandado por Abismo se encargó de que los sagrados
últimos Thaumasios fueran colgados y
asesinados. Las instalaciones del Thecnetos desmanteladas e incendiadas.
Ayazx fue uno de
los miles de soldados que buscaron a Herakón,
lo halló entre máquinas de pie, miraba incrédulo la nada, como si su mente se
hubiera ido ya, miraba las cosas como un recién nacido. Era obvio que se había
narcotizado para morir o había perdido la razón. Dada su vejez y alto grado de
artificialidad, esta muerte demoraría días. Ayazx,
arrancó una especie de tapa de vidrio plástico que lo recubría, y saco con
tosquedad el cuerpo casi frío de Herakón de
su negro traje. Este cayó inerte despegándose de algunos de los múltiples
cables. Luego de ello Ayazx arrancó
con sus fuertes brazos los aparatos y cablería de su sistema de sustento, el Thaumasios lo miraba impotente e incomprensivo
de lo que pasaba.
Ayazx se preparó
para despedazar el resto delante de su traumatizado hijo n, que gritaba de
horror ante tal acto de bestialidad. Una vez lo había admirado. Pero nada da
más placer al sádico que matar lo que le es superior. Sin el cableado, el
cuerpo de Herakón se terminó de
enfriar y tembló al sentir el aire helado por primera vez en miles de años.
Entonces Ayazx le dio un tosco golpe
con la barra de metal, tantas veces como innecesarias, al primero ya había
muerto. Sus ojos vacíos y artificiales se apagaron. De su viejo cadáver no brotó
ninguna sangre y solo un par de grados centígrados de temperatura diferenció su
cuerpo muerto del vivo, n sintió una terrible misericordia por el anciano, como
no había sentido por ninguna de las demás víctimas de este genocidio. Pero algo
familiar sintió al verlo, pero solo por un segundo.
A Ayazx
le decepcionó que matar a Herakón
resultara tan fácil, este no despertó mientras era despedazado. A los pies de
la turba de guerreros y ciudadanos: ya helado de muerte quedo el cuerpo del Thaumasios, acaso había empezado a
suicidarse como muchos otros, n vio con su ahora único ojo útil las agrietadas
facciones del Thaumasios y le pareció
confusamente familiar. Tuvo un lejano sentimiento de reconocer a alguien. Pero
calló.
Estas y más escenas de espanto ocurrieron en el Castillo de Metal y
en todos los sistemas del universo. Pero, los más lejanos ya habían perdido
contacto con el nuestro, tal había sido la expansión y fractura del universo,
que esta región ya estaba aislada de las demás, la velocidad con que se separan
las galaxias era ahora mayor que la de la luz. O sea que el universo una vez
uno, se desgranaba en grandes trozos de cosmos aislados uno del otro.
Acabada la hecatombe, la última humanidad se sentó a descasar. A
todos dieron muerte para poder acabar de tener para sí su última vida en el
mundo. Nadie puede entender la increíble soledad que siente un ejército una vez
que ha desaparecido por completo a su enemigo, ya sin la razón y el motor que
movía su vida. Cuando un enemigo muere, muere también la mitad de lo que somos.
Y sin uno de sus lados, la moneda ya no se halla a sí misma y pierde su valor.
Fue como si una colmena de hormigas obreras atacara a su reina solo
para luego errar caóticamente por un nuevo mundo sin sentido. Ahora eran
esclavos sin amos, no hombres libres. Por ello solo los amos pueden matar los
amos sin perderse.
Un estallido de júbilo precedió al estupor de vivir sin un futuro.
La última humanidad se adueñó del mundo y de su última vida. Y ya no supo qué
hacer.
Las civilizaciones que aún sobrevivían se unieron a mirar el borde
del abismo que estaba delante de todas ellas y que los devoraría[1].
No era el Thecnetos era mismo el universo que se los comería pronto.
Así murió la tras-meta-corporación y
murió el Thecnetos ante de ser.
[1] Algunos pensaran que esté presente es incoherente con el futuro que ya
conocen, pero el futuro depende del pasado y no al revés, ya se ha dicho
también que este texto no es necesariamente congruente con los otros.
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